17.1.17

quinina para el mal aire

cultura científica

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El paludismo o malaria se ha definido como una enfermedad infecciosa provocada por protozoos del género Plasmodium que infectan los glóbulos rojos de la sangre y se transmiten por las picaduras de las hembras infectadas de varias especies de mosquitos del género Anopheles. La enfermedad se caracteriza por periodos intermitentes de fiebre alta provocados por la reproducción del protozoo. Además, la destrucción de los glóbulos rojos provoca anemia y debilidad general.

Según los últimos datos conocidos en la evolución de la malaria, la enfermedad apareció en África, en la región de Etiopía, en primates y pasó a nuestra especie y se desarrolló y extendió debido a la gran movilidad de nuestros antepasados. Desde el valle del Nilo llegó al Mediterráneo y, después, a Asia y, hacia el norte, a Europa. A América se cree que llegó con los españoles y, para principios del siglo XIX, ya estaba la malaria en todo el planeta.

Se describe en el papiro de Ebers, en el antiguo Egipto de hace casi 4000 años y también quedan pruebas documentales en China fechadas hace casi 6000 años, y en Mesopotamia y la India. Escriben y enseñan sobre la malaria Hipócrates, Herodoto y Homero en la Grecia clásica. Y en Roma era temida por las marismas y pantanos que rodeaban la ciudad imperial, estupendo criadero de mosquitos. Hace unas semanas se ha probado la presencia del plasmodio en los cadáveres de tres cementerios de las cercanías de Roma, enterrados entre los siglos I y III de nuestra era.

Entonces no conocían ni el protozoo que provoca la enfermedad ni sabían que los mosquitos la contagian, pero temían las miasmas, esos efluvios malignos que desprenden las aguas estancadas y que se consideraban la causa de las fiebres intermitentes y que, además, son la base del nombre en italiano para la enfermedad, “malaria”, compuesta de “mal” y “aria”, es decir, el “mal aire” que provoca las miasmas.

En los siglos XVII y XVIII era conocida y temida en todo el planeta. Por ejemplo, se escribió sobre ella en Gran Bretaña, con datos de fallecimientos, que ahora se han recuperado, en Escocia o en Inglaterra. También provocaba gran mortandad en países muy separados geográficamente como Holanda y España. En el resto de Europa, hasta los países escandinavos, la situación era la misma.

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…en el siglo XVIII era una enfermedad muy extendida, sobre todo en Andalucía, Valencia, La Mancha, Cataluña, Baleares y Murcia. Hubo brotes fuertes en Aragón, Navarra y, sin confirmar, en las zonas orientales de Álava y Guipúzcoa. En toda la Península, la mortandad fue terrible en 1751, 1783 y 1802, en lo que ahora llamamos la Pequeña Edad del Hielo. No hay que olvidar que todos los lugares llamados “Fadura” o “Padura” vienen de “pantano” en latín y que también están en el origen del término “paludismo” para esta enfermedad. Todavía hace un siglo era un mal habitual y en el sur y el este de la península, con casi 2000 fallecidos en España por el paludismo en el año 1919, y con unos 200.000 enfermos en todo el país y por año.

En este ambiente, con las llamadas fiebres intermitentes sufridas desde siempre y sin tratamiento conocido, las buenas noticias llegaron desde América. Fue en 1635 cuando el jesuita Bernabé Cobo publicó su “Historia del Nuevo Mundo”, y allí escribía:
“En los términos de la ciudad de Loja, diócesis de Quito, nace cierta casta de árboles grandes que tienen la corteza como de canela, un poco más gruesa, y muy amarga, la cual, molida en polvo, se da a los que tienen calenturas y con sólo este remedio se quitan.”
Es la primera descripción escrita del árbol de la quina. Cobo añade que sus polvos ya son conocidos en Europa y que, incluso, se envían a Roma. Se conocían como el “polvo de los jesuitas”.

Unos años más tarde, en 1639, Felipe IV nombra al Conde de Chinchón, Luis Jerónimo Fernández de Bobadilla y Mendoza, Virrey del Perú. Dos meses después de la toma de posesión del Virrey en Lima, llegó su joven y bella esposa Doña Francisca Enríquez de Rivera. Pasaron los días y la joven Condesa cayó en unas fiebres intermitentes tercianas agotadoras.

El jesuita y confesor del Virrey, Diego Torres de Vásquez, le habló de los polvos que usaban los indios contra la fiebre. La Virreina, con unas pocas dosis de corteza de quina, curó rápidamente. Así, también se conocería a la quina como los “polvos de la condesa”. Hay que añadir que esta historia de la Condesa cada vez provoca más dudas entre los expertos en la historia del árbol de la quina.

Los primeros datos constatados de sus efectos sobre los enfermos de paludismo los escribió el médico sevillano Gaspar Caldera de Heredia en 1663. Se basa en los resultados que consiguió en enfermos sevillanos, hacia 1640, con la corteza que trajo del Perú Juan de la Vega, el médico del Virrey.

El primer informe científico sobre el árbol de la quina que llegó a Europa, con la descripción y los primeros esquemas, lo envió Charles-Marie de La Condamine. Se publicó en París en 1740. Recibió Linneo muestras y escritos de La Condamine y, con ellos, clasificó el árbol de la quina y le asignó el género Cinchona en 1742 y lo publicó en 1753, en honor de la bella y joven Condesa de Chinchón, con errata incluida y nunca corregida.

Durante años la única quina que llegaba a Europa la traían y distribuían los jesuitas según su criterio. Entraba por España y Roma y, poco después, llegó a Inglaterra y a Francia. Y ya en 1667, la quina estaba incluida en la farmacopea de Londres como medicamento oficial.

José Celestino Mutis nació en Cádiz en 1732 y murió al comienzo del siglo siguiente, en 1808, y en otro continente, en Santa Fe de Bogotá, en Colombia. Fue sacerdote, botánico, geógrafo, matemático, médico y profesor universitario. Ahora nos interesa como viajero, explorador y botánico por su relación con el árbol de la quina. Fue quien aclaró definitivamente la confusión entre varias especies de Cinchona y estableció cuales eran eficaces contra la malaria y cuales no la aliviaban.

La Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada, auspiciada por Carlos III y dirigida por Mutis, comenzó en 1783 y se prolongó por 30 años. El Herbario que se acumuló quedó depositado en el Real Jardín Botánico de Madrid. Como un resumen dedicado al árbol de la quina, Mutis escribió “El Arcano de la Quina”, que se publicó en 1828, después de la muerte del autor, aunque ya se conocía en Bogotá desde 1791.

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En realidad, hasta que los botánicos europeos, como La Condamine, Linneo o Mutis, trabajaron en la clasificación de las especies del género Cinchona hubo mucha confusión con las muchas especies del árbol de la quina que, además, tenían en la corteza distintas concentraciones de quinina. Durante muchas décadas fue fácil engañar con lo que se conocía como “polvos de los jesuitas”.

De la corteza de quina se extrajo en 1820 el alcaloide quinina que era el compuesto que actuaba contra las fiebres. Lo consiguieron los químicos franceses Pierre Joseph Pelletier y Joseph Bienaimé Caventou. Este alcaloide fue durante más de un siglo el único alivio del paludismo.

A mediados del siglo XIX, y después de conspiraciones y aventuras, los holandeses consiguieron semillas del árbol de la quina y establecieron enormes plantaciones en sus colonias en Indonesia, sobre todo en la isla de Java.

Fueron naturalistas y exploradores, más bien espías industriales, como los ingleses Clements Markham y Charles Ledger o el holandés Justus Hasskarl, los que viajaron a los Andes en busca de ejemplares y semillas del árbol de la quina. Entre 1860 y 1870 consiguieron llevar las muestras a sus colonias y resembrar los árboles. Las consiguió el inglés Charles Ledger en Bolivia y las llevó a Londres. Ofreció su venta al gobierno inglés que no demostró gran interés en hacerse con ellas. Fue el cónsul de Holanda quien pagó por las plantas y las envió a su país. Fueron el origen de las plantaciones en Java a partir de 1852. En honor de Ledger, esta especie que crecía en Java se llamó Cinchona ledgeriana. De allí procedía la quina que las empresas farmacéuticas utilizaban para extraer la quinina que comercializaban en todo el mundo. El 90% del comercio mundial de la corteza y de la quinina, entre 1890 y 1940, venía de las colonias holandesas en Indonesia.

Con la quinina a su disposición, los médicos la recetaron y popularizaron en la lucha contra la malaria. Europa, entonces, pudo colonizar los países con malaria en Asia y África y construir sus imperios. En fin, que la toma de muestras para sembrar el árbol fuera de su área geográfica original fue, a medio plazo, una empresa colonial y, en definitiva, imperial. Se dio quinina en cantidades masivas a los ejércitos europeos en las colonias de África y en el sur y sudeste de Asia. Y, además, fue un gran negocio para las farmacéuticas.

La quinina no era agradable de tomar. Como la corteza original, era muy amarga y de un gusto muy desagradable. Desde que empezó a utilizarse se buscaron muchos trucos para hacer pasable aquel mejunje, por otra parte tan beneficioso y necesario. Estaba la mezcla de William Bucham, el bebedizo secreto del inglés Richard Talbor o, y ha llegado a nuestros días, la popular bebida victoriana, inventada en la India, y que conocemos como gin-tonic. La primera agua tónica, con quinina, se fabricó en 1858 y, ahora, tiene mucha menos quinina, más o menos una décima parte que la necesaria como dosis terapéutica para aliviar la enfermedad.

Así ocurrió hasta 1940, cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial y los japoneses conquistaron Java y sus plantaciones de quina. De inmediato, los aliados se quedaron sin quinina y padeciendo la malaria en muchas de las zonas de combate. Desde siempre la malaria suponía uno de los mayores riesgos para los ejércitos en guerra. Por ello, su utilización en la medicina militar cambió el curso de la historia. Es lo que intentaron los japoneses en 1940. El uso más antiguo que se conoce del uso de la quina en guerra fue en el sitio de Belgrado en 1717.

Estados Unidos promovió plantaciones del árbol de la quina en Centro y Sudamérica pero fueron las compañías farmacéuticas las que fabricaron en cantidad suficiente drogas sintéticas anti-malaria. Para el ejército de Estados Unidos, solo el Proyecto Manhattan de desarrollo de la bomba atómica superó las prioridades de la investigación y fabricación de drogas sintéticas anti-malaria. Fueron la atebrina o la cloroquina los fármacos que sustituyeron, en parte pues se seguía y sigue utilizando, 400 años después de su descubrimiento por la ciencia europea, la quinina.

Solo ha aparecido una débil resistencia del protozoo a la quinina en áreas geográficas muy concretas. Se han propuesto tres hipótesis para explicar la eficacia de la quinina durante tanto tiempo. En primer lugar, que el blanco de la acción anti-plasmodio sea tan específico que la mutación que lo anula aparece muy raramente. O que las cepas actuales del plasmodio sean otras que las conocidas en los siglos anteriores y, quizá, la resistencia sea diferente. Y, finalmente, que la quinina no se haya utilizado en tanta cantidad y el tiempo suficiente como para crear resistencia en el plasmodio, todo ello a pesar de lo que nos pueda parecer después de cuatro siglos.

La quinina es uno de los mayores candidatos a ser el medicamento que ha aliviado de sus sufrimientos a más personas en la historia de nuestra especie. Sabemos que destruye al Plasmodium dentro de los glóbulos rojos pero, todavía, se desconoce el mecanismo.

EDUARDO ANGULO
“Historias de la malaria: El árbol de la quina”
(cultura científica, 15.01.17)

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