14.2.18

el descuartizador de barracas

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Fue durante los días agobiantes de carnaval. El 19 de febrero de 1955 un sacerdote que caminaba cerca de la estación Hurlingham, en el Gran Buenos Aires, encontró el primero de los fragmentos que provocó escozor e intriga en la población. De esta manera comenzaba la reconstrucción de un caso espeluznante.

Con la tecnología rudimentaria que se tenía en la época resultaba difícil identificar rápidamente a la víctima. Además no se tenían los elementos suficientes: apenas un torso metódicamente envuelto en papel madera.

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Al poco tiempo, el 25 de febrero, una vecina de Villa Soldati encontró las piernas de una mujer en una zanja ocultas prolijamente en un paquete. Horas después, un marinero que navegaba por el Riachuelo dio con un objeto raro que flotaba por allí. Descubrió que se trataba de una cabeza guardada en un canasto.

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El asesino había limado las yemas de los dedos de su víctima. Los envoltorios no tenían ni una gota de sangre. ¿Dónde había sido asesinada?

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...el torso encontrado daba cuenta de una cicatriz que había sido producto de una operación de clavícula que no era habitual en aquellos tiempos. Luego de buscar por distintos los centros médicos, dieron con una ficha médica en el Hospital Argerich, que tenía los datos de una paciente llamada Alcira Methyger.

La dirección que figuraba entre los registros era la de una familia que la había tomado como empleada doméstica. Cuando los investigadores llegaron hasta el lugar, los dueños de la casa informaron que hacía tiempo que no tenían noticias de la joven. Poco después llegaron a un hotel de la calle Chacabuco, donde hallaron efectos personales y una valija de Methyger. Pero de ella nadie sabía nada. Apenas que trabajaba en algunas casas de la zona, que había llegado hacía tiempo desde su provincia natal, Salta.

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Finalmente, luego de arduas búsquedas, apareció la hermana de la víctima, Ana Urbana. Fue ella quien, pese a declarar ante las autoridades que estaban distanciadas, relató que Alcira tenía un amigo llamado Jorge, para quien había trabajado en su residencia en el barrio porteño de Barracas. Una vez que dieron con el domicilio exacto, las autoridades entonces, en medio de la noche, tocaron timbre en el tercer piso de un señorial edificio de Montes de Oca 280. Allí pudieron completar los datos del misterioso hombre: se trataba de Jorge Eduardo Burgos, un joven de 30 años que vivía allí con sus padres y trabajaba para una empresa papelera familiar. Mientras un grupo de policías recorría el departamento en busca de pruebas, los Burgos contaron que Jorge había quedado solo en el domicilio durante el último mes porque ellos habían estado de vacaciones. Además revelaron que en ese mismo momento el hombre viajaba en tren rumbo a Mar del Plata.

La revista Así lo describió de la siguiente manera: “Recién entonces la policía tuvo la certeza de que Jorge Burgos era la persona que buscaban. Y no se equivocaron. Tres oficiales de la Federal subieron al tren en pleno trayecto y lo apresaron. Media hora después, Jorge Eduardo Burgos confesaba con amplitud el horroroso homicidio”.

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Según contó, se habían conocido en 1944, la joven había trabajado tiempo atrás como empleada doméstica de la familia y luego tuvieron un romance.

El 17 de febrero de 1955, y siempre siguiendo el relato del homicida, tras una discusión que tuvo lugar en el baño de su casa, Burgos empujó a la joven, que entonces tenía 27 años. Ella cayó de inmediato, se golpeó la cabeza duramente y falleció de inmediato.

Sin saber qué hacer con la mujer muerta, con sus padres de viaje, Burgos se dio coraje embriagándose con una botella de whisky y la descuartizó en la bañadera. En las horas posteriores echó los fragmentos de su novia por los barrios del conurbano bonaerense; la cabeza, en cambio, la arrojó al Riachuelo”, describen los periodistas Javier Sinay y Osvaldo Aguirre.

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El caso tuvo tal repercusión que llegó a ocupar las páginas más importantes de los medios de la época. Pero la cobertura de entonces planteaba interrogantes que hoy parecen inverosímiles: había medios que le preguntaban a sus lectores si creían que Burgos debía ser condenado o no y trazaban una suerte de grieta. Muchos argumentaban que Burgos “pertenecía a una familia respetable” y que Alcira “lo había seducido para quitarle su fortuna”. Eran tiempos agitados políticamente, que terminaron en junio de ese año con el derrocamiento de Juan Domingo Perón.

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El asesino finalmente fue condenado a 20 años de prisión por “homicidio simple”. Un tribunal luego redujo la pena a 14 años. Curiosamente, el descuartizamiento no fue considerado entonces por el juez de sentencia como una forma de crueldad sino como un intento de Burgos por escapar del castigo.

Burgos salió en libertad por buena conducta luego de pasar 10 años detenido, primero en la cárcel que por entonces estaba en la calle Las Heras del barrio porteño de Palermo, y luego en la Colonia Penal Santa Rosa, en La Pampa. Por esos días se hizo devoto evangélico y escribió un libro que llamó Yo no maté a Alcira.

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Al salir, en 1961, concedió pocas entrevistas y volvió a instalarse en la casa donde había tenido lugar el asesinato. En uno de sus diálogos con la prensa, aseguró con total frialdad: “Yo amaba a Alcira, la amaba como tal vez nadie pueda hacerlo. La había conocido varios años atrás a ese desgraciado 17 de febrero de 1955. Primero, nos hicimos amigos. Más tarde, novios. Alcira no era para mí una aventura (…). Un día, revisando uno de los libros que yo le prestaba, descubrí una carta. Estaba dirigida a un hombre. Comprendí que entre ambos existía una relación muy íntima. Fue una dura sorpresa para mí. Al día siguiente teníamos que encontrarnos en el departamento. Le enrostré su mal proceder. Ella reaccionó violentamente. Nos ofuscamos, me agredió físicamente y yo perdí toda noción de lo que estaba sucediendo. Alcira me mordió una mano. Para tratar de zafarme la tomé violentamente del cuello. Sentí que se desmayaba. Pasaron diez, veinte minutos y Alcira seguía inmóvil. No tenía pulso ni respiración. Entonces me di cuenta que estaba muerta. Fue una circunstancia horrorosa. Creí enloquecer. Tenía que hacer desaparecer el cadáver y entonces hice todo eso que ya saben”.

Desde entonces el hombre se recluyó, solitario, en el departamento de la calle Montes de Oca, donde vivió hasta sus últimos días. Se dedicaba, según recuerdan los vecinos de Barracas, a pulir de forma muy minuciosa muebles y antigüedades.

AGUSTINA LARREA
“Hallazgos macabros en pleno carnaval y una mujer asesinada: la tenebrosa historia de Burgos, 'el descuartizador de Barracas'”
(infobae, 03.02.18)

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